jueves, 11 de diciembre de 2008

“Inventario Provisorio” de Víctor Sáez (Ediciones Pentagrama, Santiago de Chile, 2006)


Sergio Madrid Sielfeld
Profesor Instituto de Arte
Universidad Católica de Valparaíso


Hay un momento en la vida en que el sujeto siente la devastación del tiempo, perdiendo tal vez el sentido del camino, y se enfrenta al único horizonte que le rodea: el horizonte de la muerte. La vida parece estática y la devastación viene de afuera, pero algo ha muerto interiormente. Lo que ayer se nos presentaba como una unidad, ahora se presenta fragmentado bajo la forma de escombros. He ahí la memoria de nuestra vida dispersada en pequeños fragmentos a veces casi irreconocibles de lo que fuimos. Peor aun, nos hallamos ante la evidencia de que eso somos, un montón de objetos, de lugares, de momentos que perdieron el elemento vinculante.

En esa circunstancia, el sujeto tiene algunas opciones. Una de ellas consiste en lanzarse al futuro histórico en búsqueda de la realización de una nueva unidad. La otra, ir en busca de su substancia, que no es otra cosa que la memoria que reconstituye míticamente la identidad, bajo la forma del “niño interior”.
El sujeto se halla en la encrucijada del pasado y del futuro, del círculo y la línea, y debe transformar esa contradicción en encuentro o disolución.

Cuando el hombre ha perdido su niño interior, ha perdido también su tesoro. Sin embargo el niño arquetípico se halla ahí balbuceante todavía. Después de todo, ese niño es el lugar del sueño, del deseo, es el lugar desde donde el hombre (o el poeta) puede rajar el paño de la muerte. Y de alguna forma, se es el niño que habla a través de nosotros.

Víctor Sáez va recogiendo sus escombros, los va inventariando dando cuenta de la dispersión en que se halla el sujeto posmoderno, cuya identidad se cifra en una u otra forma de enajenación. Para invertir la enajenación, el poeta observa su propia finitud en el movimiento de lo efímero, por ejemplo, en la imagen recurrente del cigarrillo que se consume. El fumar como contemplación de lo efímero, del propio transcurrir, pero también del placer inconmovible de la brasa.
En el poema que da título al libro, el poeta se lamenta de no haber sido más heroico, de no haber roto algunas lanzas.

El héroe trágico y clásico, como sabemos, enfrenta la fatalidad con la proeza, y la proeza lo vuelve arquetipo de su comunidad, lo transforma, por así decirlo, en el niño balbuceante de su tribu. Pero el héroe (o anti-héroe) posmoderno, está despojado de la proeza, y por tanto imposibilitado de ser el niño balbuceante de su tribu. El hombre (o el poeta) se encuentra separado, escindido de su comunidad. O dicho de otra forma: esa comunidad ya no existe sino como abstracción ante la cual todo afán de concretizar una vinculación se hace imposible o se vuelve artificio.
El sujeto debe reconocerse entonces en su precariedad (su sinsentido) y asumir que su tiempo es el tiempo del dolor (“no existe más tiempo, sino el que duele”). Las expectativas temporales son dolorosas y se muestran invadidas por la muerte.

Pero el niño balbuceante permanece de algún modo, en el fondo de la memoria, como una unidad que en cualquier momento puede articular una sílaba, un nombre, un mundo; como un espejo en el que tarde o temprano podremos reconocernos, como en un final de un viaje hacia sí mismo, en el “ingenuo rito” de buscarse, para comenzar de nuevo. El niño es también el principio del viaje, el Arca-de-Noé de nuestra identidad (“creyendo ser un barco en medio de la lluvia”).

La poesía de Víctor Sáez, y esta es una impresión muy personal, representa para mí el fracaso de la historia, por cuanto su promesa, sea cual fuere, no alcanza realización alguna, sino, contrariamente, la historia se presenta como el tiempo que desgasta y fragmenta, como un mar que se solidifica y apresa al barco del deseo.

El fracaso de la historia es un tema por demás sensible en nuestra época, en que se perdió la esperanza en la revolución y, sobre todo, se perdió la convicción en la subversión de los jóvenes. Ejemplo emblemático de ello fue el aplacamiento de mayo del 68’.

Ante el fracaso de la historia, y el miedo a la desintegración, el mito del eterno retorno da paso a la posibilidad de reencontrarse con uno mismo, en los ojos del niño que balbucea nuestra identidad.
Vuelvo a los versos: “creyendo ser un barco en medio de la lluvia”. En nuestro tiempo el capitán de ese barco ha perdido
a su timonel, conocido como Palinuro, que ha caído al mar y sin sepultura vaga por los avernos, sin hallar sosiego.
Asimismo, tal vez, el barco que capitanea Víctor Sáez en su Inventario Provisorio.

sábado, 6 de diciembre de 2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

Necesidad de las estatuas

Los anteojos sobre el pelo nos hacen ver innecesarios,
a pesar de la barba de tres días
y el libro bajo el brazo- pidiendo auxilio-.
Nadie nos advirtió acerca del sudor frío
corriendo por la frente,
cuando desaparecen los límites y asoman las piedras,
los candados,
las luces
cuando sobran los zapatos
o los relojes se deshacen en la boca.
Ahí la única manera de no arrancarse los ojos
con la mano de una estatua,
sigue siendo respirar por los bolsillos
y contarse algún secreto en el oído.